Con motivo de la biografía que recientemente le escribió un coterráneo, debo ocuparme de Adolfo Pacheco consciente de estar metiéndome a una vida llena de melodías por donde se le mire. Circunstancia que de no haber sido por el accidente que nos privó de seguir conviviendo con él, su canto se hubiera extendido más allá de la probable despedida con la concurrencia de su expresión alegre, espontánea y abrazadora hasta que los llamados de la naturaleza hicieran lo suyo. Y todo porque quien se deja arropar del impacto del medio que le dispara la imaginación y la sensibilidad, y le arranca los mejores sentimientos, ya sea echando mano al humor, a la anécdota, al amor por todo cuanto tuvo a su alcance, al desprendimiento por el necesitado, a la humildad sin afanes de atropellarla, a la naturalidad para usar el vocablo preciso y aleccionador, a la controversia edificante, al trato desprevenido, o ya trasmitiendo ese caudal humanístico y de conocimientos culturales y del folclor que cargaba sin que le pesaran, necesariamente va construyendo con tantos mensajes y actitudes enriquecedoras, un enfoque especial sobre la vida que los eruditos llaman filosofía.
Obsérvese cómo en cada una de sus composiciones, además de asomarse el poeta, el verseador que conoce el oficio, no tanto lo desvela la estructura gramatical de las mismas, como el apelar a la palabra que deje una enseñanza, ya con la finura del buen decir, o la profundidad que agarre hasta el desprevenido que se deja llevar solo por la melodía que Adolfo usa como un recurso para pescarlo sin que se de cuenta que le está dejando impregnada una lección de vida para que continúe tarareandola hasta que se le fije como un tatuaje imposible de borrar.
Algo de esta percepción que tengo del "mochuelo cantor de Los Montes de María" como lo llamara el filósofo Numas Armando Gil, la puede uno recibir al leer el libro "Embrujo, la Leyenda de Adolfo Pacheco", que acaba de presentar en Sincelejo su autor sanjacintero Juan Carlos Diaz Martínez. Son datos biográficos que nos acercan a quien ya es una leyenda por aquello de capturar los acordes de sus composiciones cuando la inspiración se le atravesaba, haciéndonos ver que toda su existencia estuvo marcada por un canto con una particular sonoridad para enseñar, por ejemplo, cuando lo fue de maestro en la escuela de su pueblo, así como cuando se movía en escenarios más profanos como las galleras, ruidoso y complejo ambiente que, no obstante presentarse como un espectáculo, donde la muerte de un contenedor es inevitable, paradójicamente también es escenario de solidaridad y exaltación de la amistad , que Adolfo si supo cultivar sin esfuerzo alguno porque lo suyo estuvo marcado por el natural actuar de un hombre que no tenía libretos ni protocolos, lejos de arrogancias y grandezas que lo mantuvieran divorciado de sus vecinos, compinches y contertulios, ni se dejara untar de vanidades cuando compartía con las élites de la política, la literatura, el arte y los dueños del poder económico que se complacían con su talento, sin que afectarán para nada su humildad.
Aunque el libro del periodista Diaz Martínez recoge con su investigación, una buena parte de la colosal vida del sobresaliente compositor de la Sabana y el vallenato, su lectura la registro como una importante contribución al conocimiento del portentoso retratista de su realidad, que cuando no lo hizo cantando, la dibujó en la anécdota que contaba sin abandonar el gracejo que lo caracterizó